12/5/17

Quemar pajonales, un “laburo de locos”.


Por Lis Solé.

Campos de Alvear.... Cañadones y pajonales, lagunas y salitrales. Contados los campos buenos para la siembra, algunos escondidos debajo del pajonal. Durante años, chacareros y estancieros trataron de ganarle terreno a la paja.

La paja alta y enmarañada cubría grandes zonas que, a la distancia, por su extensión y altura daban sombra. Eran el oasis de los viajeros en época de conquista… Pesadillas de los chacareros que dejaban la cintura a los corcovos sobre los adobones de tierra y paja.
La forma de exterminarla durante años fue la quemazón. Campos brutos, vírgenes, donde reinaba la paja brava, los cuices, chimangos, zorros y gatos monteses, donde no crecía pasto ni se podía sembrar. En General Alvear, los pajonales eran más altos “que un hombre a caballo”. La paja colorada cubría grandes extensiones donde el arado y la siembra representaban trabajo para el chacarero y mejoras para el dueño de la tierra. Los campos eran dados por el propietario sin porcentaje o con un porcentaje mínimo sobre siembra porque dejar el campo trabajado era muy costoso, “un laburo de locos”.
Cada cuadro para siembra, se quemaba todo. Podía ser en cualquier época del año, generalmente en agosto, antes del pastoreo o de la siembra de cereal, principalmente del girasol, porque el adobón no se desmenuza rápidamente y atoraba las máquinas de hilerar de la cosecha fina.
La práctica se hacía en todos lados: Los Flamencos, en lo de Mathet, Bellavista… Cada estancia tenía sus chacareros que hacían un trabajo verdaderamente bruto: los equipos de los Campomenosi, Juan Martín, los hermanos Solé, los Copla, Antomarioni, García, Houtre, Mengarelli, Bertoldi, Menduiña, Larocca, Lafuente, Pedro Oscar Sarratea, Pueblas y los Herrera quemaron paja durante años. “Pucho” Campomenosi recuerda que “era muy común en campos grandes, que se juntaran dos o más chacareros; un año agarramos un campo en Tapalqué de 500 hectáreas y juntamos ocho tractores con los Copla, Lafuente y Pueblas”. ¡Cuántas familias dedicadas a la chacra!
Una vez seleccionado el campo, el chacarero con lo que tenía, araba el campo alrededor para armar un corta fuego. Lo más peligroso eran los vientos que llevaban las llamas aún por encima de lo arado y quemaban alambrados, casas u otros campos. Dos, tres vueltas de tractor, cubrían cuatro metros por pasada de arados de cinco rejas, según los tractores, para dejar una zona de unos 10 metros sin paja. El ancho variaba, a veces alcanzaba con menos metros de ancho, otras había que pasar más veces, por el riesgo de que el viento hiciera correr el fuego.
Pedro Estrebou recuerda que la quema, según contaba su padre, se hacía ya en 1920, en La Parva de Carrique. En los años 50 y 60, arriba de tractores Hanomac, Mac Cormick o Fiat, se araba por encima de las pajas, jineteando los asientos de fierro, tractorcitos sin cabina donde se podía tocar las ruedas. El matorral muchas veces se quedaba atorado entre los discos del arado y estaba tan apretado “que era un laburo enorme sacarlos de ahí”.
Una vez hecho el cortafuego sólo era esperar el tiempo propicio y contratar gente para la quemazón y para eso, se “conchababa” gente del pueblo y del campo.
Hombres y chicos, caminaban el campo encendiendo las matas con un baldecito de gasoil con manija de alambre,-una latita de durazno-, y un alambre con un hisopo de marlo, bosta, estopa con trapos o ladrillos en la punta impregnados de gasoil a forma de chispero. Norma Moreno recuerda que ella iba con su papá y hermanos a ayudar en la quema. Se perdían entre las pajas mientras el humo empezaba a ganarle al cielo.
Según los campos, se contrataban cinco, diez, veinte o más personas. En un día se quemaban 100 o 200 hectáreas y a la tardecita, debía apagarse. En la quema cualquiera podía trabajar, chicos y grandes del campo y la ciudad. “Pucho” Campomenosi recuerda que su papá contrataba internos de la Unidad 14 para hacer ese trabajo; salían, comían y “se llevaban su plata”.
La prudencia y la experiencia siempre llevaban a realizar la quema en contra del viento, pero éstos pueden cambiar de dirección y velocidad provocando accidentes y corridas. Más de una vez los chacareros memoriosos recuerdan cuando el tractor debía salir a campo traviesa escapando del fuego, o buscar una laguna para mojarlo con agua, o cuando los vientos fuertes podían quemar hasta los juncales pasando por arriba del agua. Muchos usaban hacer un contrafuego, una quemazón chica al lado de la arada para evitar el salto de las llamas.
Ana Quincoces recuerda cuando su “hermano Pedro también se vio cercado por el fuego cuando estaba realizando el cortafuego con el arado en un cañadón… El viento giró con mucha fuerza, incendiando campo y alambres sin control”. Ese día también corrieron los vecinos en ayuda para atajar el incendio; sin embargo, nada lo detuvo hasta que llegó al camino de tierra mientras ellos quedaron atrapados con la camioneta entre la humareda.
Hay anécdotas de todas clases sobre los relevos, el mate, los gritos… Una vez, estando don Domingo Liébana de capataz de cuadrilla, vio que en un área del campo había dejado de salir humo. Se fue para allá y se encontró con cuatro haraganes durmiendo entre las pajas. Los echó a los cuatro y a partir de ese momento tenía el sobrenombre de “comecuatro”.
La quema se hacía en tres etapas que eran más o menos también tres días: la primera una pasada general; la segunda una quema sobre los montones de paja más chicos y la tercera, la más difícil, con el hisopo encendiendo mata por mata. La última pasada enloquecía porque realmente no se sabía por dónde caminar, con el campo completamente negro levantando polvo de paja entre los tocones calientes y humeantes. Por eso, muchas veces después de la primera quemazón, se hacían melgas de 150 metros que se cubrían entre cuatro o cinco hombres.
Y faltaba el trabajo más bruto: pasar por encima de esos tocones quemados e ir dándolos vueltas con el arado, el disco y después, la rastra. La idea era dejar el matorral rastreado en las esquinas del potrero pero, si el campo era muy sucio, los discos, atorados con la paja, iban saltando por encima de los adobones y había que parar cada pocos metros a limpiarlos.
Este trabajo, aunque no tan intensivo se sigue haciendo; su uso dejó de ser generalizado con la aparición del glifosato y la siembra directa en los años 90, pero como era muy caro al principio, la quema y el arado continuó. Hoy se utiliza la palabra “quemar” como sinónimo de aplicaciones de herbicidas que permitan domar la vegetación, ahorrar combustible y hacer menor o nulo laboreo. Sin embargo, está comprobado que las quemas bien hechas son beneficiosas porque los materiales orgánicos quemados se incorporan al suelo haciendo de abono para la siembra y si no se sembrara, los rebrotes de lo quemado son más tiernos para el ganado.
Quemar pajonales no era sencillo, y también, “casi un arte”. Quedan pocos chacareros: su esfuerzo y trabajo se refleja en los maizales, los trigales, en los campos de soja, en los campos con animales que siempre nos hacen pensar en una Argentina grande.

Agradezco a los que me ayudaron a construir este relato: Pucho Campomenosi, Norma Moreno, Carlitos Pérez, “Colorado” Murúa, Ana María Quincoces, José María Lescano, Pedro Estrebou, Javier Barbalarga y especialmente a papá, Rodolfo Solé.