Hoy, en esta reflexión crítica, vamos a explorar el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, conocido como DSM, una herramienta central en la psiquiatría moderna. Comencemos con una breve reseña histórica para contextualizar de qué se trata este manual, y luego profundizaremos en las críticas más comunes que han cuestionado su validez y su impacto en la sociedad.
El DSM es un manual publicado por la Asociación Americana de Psiquiatría, o APA, que sirve como guía estándar para clasificar y diagnosticar trastornos mentales. Su origen se remonta a 1952, con la primera edición, el DSM-I, que contenía apenas 106 trastornos y estaba fuertemente influenciado por las teorías psicoanalíticas de la época, enfocándose en descripciones cualitativas de problemas mentales derivados de experiencias como la Segunda Guerra Mundial. En 1968 llegó el DSM-II, que amplió las categorías a 182, pero mantenía un enfoque subjetivo y poco científico.
El gran cambio vino en 1980 con el DSM-III, que abandonó las explicaciones teóricas para adoptar un modelo descriptivo basado en síntomas observables y criterios específicos, buscando mayor fiabilidad. Esta edición introdujo el sistema multiaxial para evaluar diferentes aspectos de la salud mental y elevó el número de trastornos a 265. Las versiones posteriores, como el DSM-IV en 1994 y el DSM-5 en 2013 —actualizado en 2022 como DSM-5-TR—, han refinado estos criterios, eliminando el multiaxial y reorganizando categorías, llegando hoy a alrededor de 300 trastornos. En esencia, el DSM se presenta como un catálogo estandarizado que facilita la comunicación entre profesionales, la investigación y hasta el reembolso de seguros médicos, pero su evolución refleja no solo avances científicos, sino también presiones sociales, culturales y económicas.
Sin embargo, a pesar de su influencia global, el DSM ha sido objeto de duras críticas que ponen en duda su fundamento y sus consecuencias. Una de las más recurrentes es la medicalización excesiva de la conducta normal. Críticos como Allen Frances, quien dirigió el equipo del DSM-IV, argumentan que el manual convierte experiencias humanas cotidianas —como un duelo prolongado o la inquietud infantil— en patologías clínicas. Por ejemplo, en el DSM-5-TR, el trastorno de duelo prolongado se asemeja tanto a la depresión mayor que podría etiquetar como enfermas a millones de personas que simplemente están procesando una pérdida, fomentando un sobrediagnóstico que beneficia más a la industria farmacéutica que a los individuos.
Otra crítica fundamental apunta a la falta de base científica sólida. El DSM se basa en consensos de expertos y síntomas superficiales, no en causas biológicas, genéticas o neuroquímicas probadas. Instituciones como el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos han calificado al manual como un mero "diccionario de etiquetas" sin validez real, donde la alta comorbilidad —es decir, el solapamiento entre trastornos— revela categorías arbitrarias. Estudios han mostrado que la fiabilidad diagnóstica es inconsistente: dos psiquiatras pueden diagnosticar lo mismo de formas diferentes, lo que socava su pretendida objetividad y expone a pacientes a tratamientos erróneos o innecesarios.
No podemos ignorar la influencia de la industria farmacéutica, una crítica que ha ganado fuerza con cada edición. El DSM ha expandido drásticamente el número de trastornos, lo que coincide con el auge de medicamentos psicotrópicos. Detractores señalan conflictos de interés: muchos autores del DSM han recibido fondos de farmacéuticas, lo que podría explicar por qué se crean o amplían categorías que justifican prescripciones masivas, como el TDAH en niños o la ansiedad generalizada. Esto no solo genera una "epidemia" de diagnósticos, sino que promueve el "disease mongering", o la invención de enfermedades para vender curas, con riesgos como adicciones a fármacos y efectos secundarios graves.
Además, el DSM ha sido acusado de perpetuar sesgos culturales, de género y éticos. Desarrollado principalmente desde una perspectiva occidental y biomédica, ignora contextos culturales donde síntomas como la "ansiedad" podrían interpretarse como respuestas normales a desigualdades sociales. Históricamente, ha pathologizado la diversidad: hasta 1973 clasificaba la homosexualidad como trastorno, y cambios en temas como la disforia de género han sido criticados por su lentitud y sesgo. Organizaciones como la Asociación Británica de Psicología abogan por enfoques bio-psico-sociales que consideren el entorno, en lugar de reducir la complejidad humana a casillas rígidas que estigmatizan y marginalizan.
Finalmente, el proceso de desarrollo del DSM ha sido tachado de opaco y politizado. Decisiones como incluir o excluir trastornos parecen guiadas más por presiones externas —de seguros, lobby o modas científicas— que por evidencia rigurosa. El DSM-5, por instancia, enfrentó controversias por su apresurado lanzamiento y la exclusión de propuestas innovadoras, lo que refuerza la idea de que es un producto más de poder que de ciencia pura.
En conclusión, oyentes, el DSM ha estandarizado la psiquiatría, pero a un costo alto: al priorizar etiquetas sobre comprensión profunda, podría estar medicalizando la vida en lugar de sanarla. Estas críticas invitan a repensar cómo abordamos la salud mental, promoviendo alternativas más holísticas y éticas. ¿Qué opinan ustedes?