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Decir groserías no siempre es malo. Aunque nos enseñan desde niños a evitarlas, la ciencia muestra que pueden ayudar en la vida diaria. Los niños empiezan a usar palabras feas alrededor de los 6 años, y los adultos las decimos unas decenas de veces al día, en un 0,5% a 0,7% de nuestras charlas.
Estas palabras vienen de partes antiguas del cerebro, como los ganglios basales, no de las áreas del habla normal. Por eso, gente con problemas para hablar las dice con facilidad, o quienes tienen Tourette las repiten sin control.
Uno de los grandes beneficios es que alivian el dolor. En un experimento, personas que repetían groserías aguantaron la mano en agua helada más tiempo que con palabras suaves. Suben el pulso y activan una respuesta de "lucha o huida", que actúa como calmante natural.
También hacen más persuasivos nuestros mensajes. Expresan rabia o frustración sin golpes, y en textos como blogs o tuits, suenan más cercanos e impactantes. Un estudio vio que en Twitter se usan un 64% más que al hablar, y ayudan a conectar emocionalmente.
Además, crean lazos en grupos. En una fábrica de Nueva Zelanda, decir "fuck" unía al equipo, bajaba tensiones y hacía sentir a todos iguales, como un código de confianza. Pero solo funciona si la palabra era tabú en tu infancia, ya que genera más emoción.
No muestran falta de educación: la gente culta las dice igual, y hasta más en ciertos círculos. Se controlan en momentos formales, como con jefes. En resumen, las groserías son universales, varían por cultura, pero en el lugar justo, mejoran la comunicación y el bienestar. Úsalas con cuidado para sacar su lado bueno.
